“Toma en cuenta mis lamentos;
registra mi llanto en tu libro.
¿Acaso no lo tienes anotado?
Cuando yo te pida ayuda,
huirán mis enemigos.
Una cosa sé: ¡Dios está de mi parte!”.
Salmo 56: 8.
Nunca tuve problemas de identidad. Fui enseñada a considerarme un objeto; un bien al que se le pone precio y por tanto, carente de valor.
La lógica del sometimiento suele convencernos de ello mediante la pedagogía del azote y del hambre; no hasta el exterminio, por cierto; su premisa reza, ante todo, que la razón de ser de un esclavo está determinada por su vida útil.
La convicción de esclavitud erosiona con cierta gradualidad las pulsiones identitarias, atenúa las emociones y los sentidos. Trabaja tan en los tiempos del aprendizaje, que llega el día en que uno naturaliza la idea de ser eso, una cosa, un bien de capital “on demand” – disculpen, me “tomé la libertad” de migrar a la semántica del siglo XXI; a las que nos injerta la literatura…
La cosa es que cierto día partí desde las tierras cercanas al río Nilo –quizá producto de una venta o de algún intercambio comercial del que fui objeto- partí hacia la heredad de un pueblo cuyo Dios, YHWH, de nombre impronunciable, era conocido por habitar con ellos, por hablarles al oído suavemente, pero también, mediante prodigios.
Los hebreos, que así decían llamarse, creían en aquél Dios y lo adoraban. Algunos, denodadamente, sin reservas; otros, con una altísima dosis de humanidad, es decir, con dudas. Pero lo cierto es que en el aire se podía advertir su presencia: yo misma la respiraba…
Aquél pueblo, que se sabía “su pueblo”, puesto que YHWH así los había designado, musitaban con el dejo característico de la lengua semítica, palabras y plegarias y cánticos de esperanza, de potestad y de victoria.
Así fue, digo hoy después de mucho caminar las arenas en medio de ellos, que aquella fórmula era imbatible: escuchaban a Dios, porque Dios los había escuchado primero; amaban a Dios, porque Dios los había amado primero.
… Y yo también les creí. Le creí.
Me di el permiso de saberme persona, acaso con cierto temor de que alguien fuera capaz de escudriñar mi mente, pero, sea por cobardía o por intrepidez -supe luego que por misericordia-, Dios habló a mi alma y al abrirse mi oído, pude escuchar por primera vez el gemir de mis cadenas.
Fueron pasando los años, curtidos la piel y el anhelo, aun conservé mi nombre, Agar, y el profundo deseo de extender mi existencia.
Trabajé al servicio de Sarai, esposa de Abram.
Ellos, siendo de edad avanzada también habían recibido un mensaje de YHWH; Dios les había prometido un hijo:de viva voz profetizado, y yo ya sabía, por haber sido testigo de proezas, que cuanto más difícil fuera la empresa, más contundente sería la obra que Dios ejecutaría.
Lo que me sorprendió en verdad fue que mis amos repararan en mí vientre como receptáculo de aquella promesa… Así fue que concebí a Ismael, cuyo nombre afirma etimológicamente, que Dios escucha.
Pronto, la pareja supo que mi hijo no era el don prometido. Abraham y Sara, milagrosamente, concibieron y dieron a luz a su primogénito, Isaac.
Cierto día, a causa de que mi existencia en medio de ambos se había tornado disruptiva, Abraham, asintiendo a la decisión de su mujer, cargó un odre con agua, una hogaza de pan, me los dio, y me despidió al desierto.
Mientras caminaba meditaba acerca de cuánto tiempo y en qué condiciones lograríamos sobrevivir la intemperie, a la sed, a la soledad; entré en una crisis tan grande que dejé a mi hijo como a un tiro de piedra de distancia para no verlo expirar. Así, mirándolo de lejos, lo único que esperaba era la muerte.
“Dios escucha” lloraba en lengua de niño.
Me gusta pensar que clamó mi hijo y Dios activó su nombre… Una fortaleza hasta entonces desconocida me sobrevino, mientras yacía sobre la arena que dibujaba círculos concéntricos en el aire. En ese mismo instante, obnubilados de polvo los ojos, pero nívea la mirada de cielo, pude ver al Ángel del Señor que señalaba un oasis para la sed del niño y otra fuente de agua cristalina que brotaba de su boca, infundiéndome vida, su palabra:
-Levántate, dijo.
Y se soltaron las cadenas del alma.
Mi nombre es Agar, del árabe Haddarah, huida, pero me ha sido dado otro nombre, el cual me será revelado pronto.
Supe que quien es el agua de vida, el mismo que convirtió en oasis mi desierto, escribió para mí un nuevo nombre de puño y letra y con sangre en los anales del tiempo, y que el aval del cumplimiento de mi promesa de libertad eterna se exhibió públicamente sobre un monte, labrado con clavos, sobre un madero.
¿Quién hubiera dicho que una esclava valiera tanto?
“El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que salga vencedor le daré del maná escondido, y le daré también una piedrecita blanca en la que está escrito un nombre nuevo que solo conoce el que lo recibe”.
Apocalipsis 2:17