Imagine por un momento que el futuro será aún más estresante que el presente. Quizás no necesitemos imaginar esto. Probablemente lo creas. Según una encuesta del Pew Research Center el año pasado, el 60% de los adultos estadounidenses piensan que dentro de tres décadas, Estados Unidos será menos poderoso de lo que es hoy. Casi dos tercios dicen que estará aún más dividido políticamente. El 59% piensa que el medio ambiente se degradará. Casi las tres cuartas partes dicen que la brecha entre los que tienen y los que no tienen será más amplia. Una pluralidad espera que el nivel de vida promedio de la familia haya disminuido. La mayoría de nosotros, presumiblemente, recientemente nos hemos dado cuenta del peligro de las plagas mundiales.
Supongamos también que eres lo suficientemente valiente o loco como para haber traído a un niño a este mundo, o más bien a este desastre. Si alguna vez hubo un momento para fortalecer la psiquis y ceñir el alma, seguramente éste es el momento. Pero, ¿cómo preparar a un niño para la vida en un momento incierto, mucho más exigente psicológicamente que el mundo de finales del siglo XX en el que nació?
Para proteger a los niños de daños físicos, compramos asientos especiales para el automóvil, les damos seguridad a los niños, les enseñamos a nadar, flotamos. Sin embargo, ¿cómo se vacuna a un niño contra la angustia futura? Para el caso, ¿qué haces si tu hijo parece abrumado por la vida aquí y ahora?
Es posible que ya sepa que un número creciente de nuestros niños no está bien. Pero para recapitular: después de permanecer más o menos plano en los años ’70 y ’80, las tasas de depresión adolescente disminuyeron ligeramente desde principios de los ’90 hasta mediados de la primera década del siglo 21. Poco después, sin embargo, comenzaron a escalar y no se han detenido. Muchos estudios, basados en múltiples fuentes de datos, confirman esto; uno de los análisis más recientes, realizado por Pew, muestra que de 2007 a 2017, el porcentaje de jóvenes de 12 a 17 años que habían experimentado un episodio depresivo mayor en el año anterior aumentó del 8% al 13%, lo que significa que, en el lapso de una década, el número de adolescentes severamente deprimidos pasó de 2 millones a 3,2 millones. Entre las niñas, la tasa fue aún mayor; en 2017, uno de cada cinco informó haber experimentado depresión mayor.
Una manifestación aún más desgarradora de esta tendencia se puede ver en los números de suicidios. De 2007 a 2017, los suicidios entre los de 10 a 24 años aumentaron un 56%, superando al homicidio como la segunda causa principal de muerte en este grupo de edad (después de los accidentes). El aumento entre preadolescentes y adolescentes más jóvenes es particularmente sorprendente. Los suicidios de niños de 5 a 11 años casi se han duplicado en los últimos años. Las visitas de niños a la sala de emergencias por intentos de suicidio o comportamiento suicida aumentaron de 580.000 en 2007 a 1,1 millón en 2015; el 43% de esas visitas fueron de niños menores de 11 años. Tratando de entender por qué el tipo de angustia emocional que una vez comenzó en la adolescencia ahora parece estar filtrándose en grupos de edades más jóvenes, llamé a Laura Prager, psiquiatra infantil en el Hospital General de Massachusetts y coautor de “Suicide by Security Blanket” (Suicidio por Manta de Seguridad) y “Other Stories From the Child Psychiatry Emergency Service” (Otras Historias del Servicio de Emergencia de Psiquiatría Infantil). ¿Podría ella explicar lo que estaba pasando? “Hay muchas teorías, pero no lo entiendo completamente”, respondió ella. “No sé si alguien lo sabe”.
Un posible factor que ha contribuido fue que, en 2004, la FDA (Food and Drug Administration, el organismo gubernamental estadounidense regulador de alimentos y medicamentos) puso una advertencia sobre los antidepresivos, señalando una posible asociación entre el uso de antidepresivos y el pensamiento suicida en algunos jóvenes. Las recetas de antidepresivos para niños disminuyeron bruscamente, lo que llevó a los expertos a debatir si la advertencia resultó en más muertes de las que previno. La epidemia de opioides también parece estar jugando un papel: un estudio sugiere que 1/6 del aumento en los suicidios de adolescentes puede estar relacionado con la adicción parental a los opioides. Algunos expertos han sugerido que el aumento de la angustia entre las niñas preadolescentes y adolescentes podría estar relacionado con el hecho de que las niñas tienen su período menstrual cada vez más temprano (una tendencia que se ha relacionado con varios factores, incluida la obesidad y la exposición a sustancias químicas).
Sin embargo, incluso en conjunto, estas explicaciones no explican totalmente lo que está sucediendo. Tampoco pueden dar cuenta de la fragilidad que ahora parece acompañar a tantos niños desde la adolescencia a sus años de juventud. Lo más parecido a una teoría unificada del caso, fue presentada en The Atlantic hace tres años por el psicólogo Jean M. Twenge -y en muchos otros lugares por muchas otras personas-, culpa a los teléfonos inteligentes y las redes sociales. Pero eso no puede explicar la angustia que vemos en niños demasiado pequeños para tener teléfonos. Y cuanto más se estudia la relación entre los teléfonos y la salud mental, parece menos directo. Por un lado, los niños de todo el mundo tienen teléfonos inteligentes, pero la mayoría de los otros países no están experimentando aumentos similares en los suicidios. Por otro lado, los metaanálisis de investigaciones recientes han encontrado que los vínculos generales entre el tiempo frente a la pantalla y el bienestar de los adolescentes varían de relativamente pequeños a inexistentes. (Algunos estudios incluso han encontrado efectos positivos: cuando los adolescentes envían más mensajes de texto en un día determinado, por ejemplo, informan sentirse menos deprimidos y ansiosos, probablemente porque sienten una mayor conexión y apoyo social).
Se puede argumentar que las redes sociales son potencialmente peligrosas para las personas que ya están en riesgo de ansiedad y depresión. “Lo que estamos viendo ahora“, escribe Candice Odgers, profesora de UC Irvine que ha revisado la literatura detenidamente, “podría ser la aparición de un nuevo tipo de brecha digital, en la que las diferencias en las experiencias en línea (online) amplifican los riesgos acerca de [lo] ya vulnerable”. Por ejemplo, los niños que están ansiosos son más propensos que otros niños a ser intimidados, y los niños que son acosados cibernéticamente son mucho más propensos a considerar el suicidio. Y para los jóvenes que ya están luchando, las distracciones en línea pueden hacer que retirarse de la vida fuera de línea sea demasiado tentador, lo que puede conducir a una profundización del aislamiento y la depresión.
Esto, más o menos, nos lleva de vuelta a donde comenzamos: algunos de los niños no están bien, y ciertos aspectos de la vida estadounidense contemporánea los están haciendo menos bien, a edades cada vez más jóvenes. Pero nada de esto sugiere mucho en cuanto a soluciones. Alejar los teléfonos de los niños parece una mala idea; siempre y cuando sea allí donde se transmite la mayor parte de la vida social de los adolescentes, solo los aislarás. ¿Hacemos campaña para quitar también los teléfonos a los niños felices? ¿Hacer una guerra contra la pubertad temprana? ¿Qué hacemos?
Últimamente he estado pensando mucho en estas preguntas, tanto por razones periodísticas como personales. Soy madre de dos hijos, de 6 y 10 años, cuya ascendencia incluye más de una cuota de enfermedad mental. Después de haber perdido a un miembro de la familia por suicidio y haber visto a otro devastado por la adicción y la discapacidad psiquiátrica, no tengo un deseo más profundo para mis hijos que el de que no se vean afectados de manera similar. Y, sin embargo, dada la aparente dirección de nuestro país y nuestro mundo, sin mencionar la terrible experiencia que es la meritocracia en etapa tardía, no me he sentido optimista sobre las condiciones para la cordura futura: la suya, la mía o la de nadie.
Para mi sorpresa, cuando comencé a entrevistar a expertos en salud mental infantil -médicos, neurocientíficos que realizan investigaciones de vanguardia, padres que habían alcanzado este estado no oficial como resultado de las dificultades de sus hijos-, surgió un coro inusualmente unificado. A causa de todos los misterios del cerebro, de todo lo que aún no sabemos sobre genética y epigenética, las personas con las que hablé enfatizaron lo que sabemos acerca de cuándo comienzan los trastornos emocionales y cómo podríamos evitarlos en ese momento. El cuándo: la infancia, muy a menudo la primera infancia. El cómo: el tratamiento de la ansiedad, que se describió repetidamente como una puerta de entrada a otros trastornos mentales o, en el enunciado vívido de una madre, “el camino al infierno”.
En realidad, el enfoque en la ansiedad no fue tan sorprendente. La ansiedad es, en 2020, ubicua, ineludible, una condición ambiental. Más de una cuarta parte de todas las visitas al médico en Estados Unidos ahora terminan con una receta para un medicamento contra la ansiedad como Xanax o Valium. En cuanto a los niños, un estudio publicado en 2018, que resulta el esfuerzo más reciente en dicha tabulación, encontró que en solo cinco años, los diagnósticos de trastorno de ansiedad entre los jóvenes habían aumentado un 17%. La ansiedad es el tema de la música pop (“Breathin”, de Ariana Grande; “La ansiedad”, de Julia Michaels y Selena Gomez), la novela gráfica más vendida del país (“Guts”, de Raina Telgemeier) y el sentido del humor de toda una cohorte (ver el apetito de la Generación Z por los ‘memes’ acerca de la ansiedad). El diario The New York Times incluso ha publicado un resumen de libros con temas de ansiedad para los más pequeños. “La ansiedad está en aumento en todos los grupos de edad”, explicó, “y los niños pequeños no son inmunes”.
La buena noticia es que están surgiendo nuevas formas de tratamiento para los trastornos de ansiedad de los niños y, tal como veremos, ese tratamiento puede prevenir una serie de problemas posteriores. Aun así, existe un problema con gran parte de la ansiedad sobre la ansiedad de los niños, y nos acerca al meollo del asunto. Vale la pena prevenir los trastornos de ansiedad, pero la ansiedad en sí misma no es algo que deba evitarse. Es una respuesta universal y necesaria al estrés y la incertidumbre. Escuché repetidamente de terapeutas e investigadores, mientras me informaba acerca de este tema, que la ansiedad es incómoda pero, tal como con la mayoría de las molestias, podemos aprender a tolerarla.
Sin embargo, estamos haciendo lo contrario: con demasiada frecuencia, aislamos a nuestros hijos de la angustia y la incomodidad por completo. Y los niños que no aprenden a lidiar con la angustia enfrentan un camino difícil hacia la edad adulta. Un número creciente de estudiantes de secundaria y preparatoria parece estar evitando la escuela debido a la ansiedad o la depresión; algunos han dejado de asistir por completo. Como un síntoma de deterioro de la salud mental, los expertos dicen que el “rechazo escolar” es el equivalente a un incendio con cuatro alarmas, tanto porque indica una profunda angustia como porque puede conducir a la llamada ‘falla de lanzamiento’, observada en la creciente proporción de adultos jóvenes que no trabajan o no asisten a la escuela y que dependen de sus padres.
Lynn Lyons, terapeuta y coautora de ‘Anxious Kids, Anxious Parents’ (Chicos ansiosos, Familiares ansiosos), me dijo que la crisis de salud mental en la niñez corre el riesgo de perpetuarse a sí misma: “Cuanto peor son las cifras sobre la salud mental de nuestros hijos, mayor es la ansiedad, la depresión y el suicidio aumentan: los padres se vuelven más temerosos. Cuanto más temerosos se vuelven los padres, más continúan haciendo las cosas que contribuyen a estos problemas”.
Esta es la esencia de nuestro momento. El problema con los niños de hoy también es una crisis de la crianza de los hijos, que a su vez está empeorando a medida que aumenta el estrés de los padres, por una variedad de razones. Y entonces tenemos un círculo vicioso en el cual el estrés de los adultos conduce al estrés de los niños, lo que lleva a más estrés de los adultos, lo que lleva a una epidemia de ansiedad en todas las edades.
I. Las semillas de la ansiedad
En las últimas dos o tres décadas, los epidemiólogos han realizado grandes estudios representativos a nivel nacional que evalúan a los niños en busca de trastornos psiquiátricos, y luego los siguen hasta la edad adulta. Como resultado de esto, ahora sabemos que los trastornos de ansiedad son, por mucho, la condición psiquiátrica más común en los niños, y son mucho más comunes de lo que pensábamos hace 20 o 30 años. Sabemos que afectan a casi 1/3 de los adolescentes de 13 a 18 años, y que su edad promedio de inicio es de 11 años, aunque algunos trastornos de ansiedad comienzan mucho antes (la edad promedio para que comience la fobia es de 7).
Muchos casos de ansiedad infantil desaparecen por sí solos, y si no tienes un trastorno de ansiedad en la infancia, es poco probable que lo desarrolles como adulto. Menos felizmente, los casos que no se resuelven tienden a ser más severos y a generar más problemas: primero trastornos de ansiedad adicionales, luego trastornos del estado de ánimo y abuso de sustancias. “Los 4 años pueden ser fobia específica. Los 7 años van a ser ansiedad por separación más la fobia específica”, dice Anne Marie Albano, directora de la Clínica de Ansiedad y Trastornos Relacionados, de la Universidad de Columbia. “Los 12 años serán ansiedad por separación, ansiedad social y la fobia específica. La ansiedad recoge a sus propios amigos primero antes de que se ramifique en los otros trastornos”. Y cuanto antes comience, más probable es que siga la depresión.
Todo lo cual significa que ya no podemos suponer que la angustia infantil es una fase de la que debemos salir. “El grupo de niños cuyos problemas no desaparecen representa la mayoría de los adultos que tienen problemas“, dice Daniel Pine, del Instituto Nacional de Salud Mental, una autoridad líder sobre cómo se desarrolla la ansiedad en los niños. “La gente desarrolla otros problemas que no son ansiedad”. Ronald C. Kessler, profesor de Política de Atención Médica en Harvard, una vez hizo este punto especialmente vívido: “El miedo a los perros a los 5 o 10 años es importante no porque el miedo a los perros perjudique la calidad de su vida”, dijo. “El miedo a los perros es importante porque te hace cuatro veces más propenso a terminar siendo una madre soltera de 25 años, deprimida, que abandonó la escuela secundaria y que depende de las drogas”.
Para agravar esto, los niños pequeños con problemas de salud mental hoy pueden tener peores perspectivas a largo plazo que los niños similares en décadas pasadas. Esa es la conclusión de Ruth Sellers, psicóloga investigadora de la Universidad de Sussex que examinó tres estudios longitudinales de la juventud británica. Los investigadores descubrieron que los jóvenes con problemas de salud mental a los 7 años tienen más probabilidades de estar socialmente aislados y victimizados por sus compañeros más adelante en la infancia, y de tener dificultades de salud mental y académicas a los 16 años. A propósito, la disminución del estigma y el aumento del gasto en atención de salud mental, son asociaciones que se han fortalecido con el tiempo.
Los grandes cambios sociales como los que hemos experimentado en los últimos años pueden afectar especialmente a las personas con rasgos particulares. Un ejemplo reciente proviene de China, donde los niños tímidos y callados solían ser bien apreciados y tendían a prosperar. Después del rápido cambio social y económico en las áreas urbanas, los valores han cambiado, y estos niños ahora tienden a ser rechazados por sus compañeros, y, seguramente no es una coincidencia, son más propensos a los síntomas depresivos. Pensé en esto cuando me reuní recientemente con los líderes de un grupo de apoyo para padres de jóvenes adultos con dificultades en el área de Washington, DC, la mayoría de los cuales aún viven en sus hogares. Algunos de estos niños adultos tienen diagnósticos psiquiátricos; todos han tenido dificultades con los obstáculos y las humillaciones de la vida en una cultura profundamente competitiva, con una definición cada vez más estrecha de qué es el éxito y un costo de vida cada vez mayor.
La esperanza del tratamiento temprano es que al llegar un niño a los 7 años, podamos detener o al menos retrasar la angustiosa trayectoria trazada por Sellers y otros investigadores. Y la terapia cognitiva conductual (TCC), la terapia de ansiedad más empíricamente respaldada, a menudo es suficiente para hacer precisamente eso. En el caso de la ansiedad, la TCC generalmente implica una combinación de lo que se conoce como “reestructuración cognitiva” (aprender a detectar creencias desadaptativas y desafiarlas) y la exposición a las mismas cosas que le causan ansiedad. El objetivo de la exposición es desensibilizarlo respecto de estas cosas y también darle práctica para superar sus sentimientos de ansiedad, en lugar de evitarlos.
La mayoría de las veces, según el estudio más grande y autorizado hasta la fecha, la TCC funciona: después de un curso de 12 semanas, el 60% de los niños con trastornos de ansiedad mejoraron o mejoraron mucho. Pero no es una cura permanente: sus resultados tienden a desvanecerse con el tiempo, y las personas cuya ansiedad reaparece pueden necesitar cursos de seguimiento.
Un problema mayor es que la terapia cognitivo-conductual sólo puede funcionar si el paciente está motivado y muchos niños ansiosos tienen aproximadamente cero interés en combatir sus miedos. Y la TCC se centra en el papel del niño en su trastorno de ansiedad, mientras descuida las respuestas de los padres a esa ansiedad. (Incluso cuando un padre participa en la terapia, el énfasis generalmente permanece en lo que está haciendo el niño, no el padre).
Un nuevo tratamiento muy prometedor del Centro de Estudio Infantil de la Universidad de Yale llamado SPACE (Supportive Parenting for Anxious Childhood Emotions o Apoyo paterno para las emociones infantiles ansiosas) adopta un enfoque diferente. SPACE aborda a los niños sin tratarlos directamente y, en cambio, trata a sus padres. Es tan efectivo como la TCC, según un estudio ampliamente publicado en el Journal of the American Academy of Child & Adolescent Psychiatry (Revista de la Academia Americana de Psiquiatría Infantil y Adolescente) a principios de este año, y llega incluso a aquellos niños que rechazan la ayuda. No es sorprendente que haya provocado una tremenda emoción en el mundo de la salud mental de los niños, tanto es así que cuando comencé a reportar este artículo, rápidamente perdí la noción de la cantidad de personas que me preguntaron si ya había leído sobre eso o si había hablado con Eli Lebowitz, el profesor de Psicología, que creó SPACE.
Al trabajar directamente con los padres, el enfoque de Lebowitz tiene como objetivo proporcionar no una solución temporal, sino una base para toda una vida de abordaje exitoso. SPACE también es, creo, mucho más que una forma de tratar la ansiedad infantil: es un ojo de cerradura importante para la forma en que los adultos estadounidenses ahora abordan la crianza de los hijos.
Cuando Lebowitz enseña a otros clínicos cómo hacer SPACE, comienza diciéndoles, varias veces, que no está culpando a los padres por las patologías de sus hijos.
“Debido a que representamos un campo con una historia muy rica de culpar a los padres de casi todo: autismo, esquizofrenia, trastornos alimenticios, éste es un punto realmente importante”, dijo un domingo por la mañana en enero, cuando él y su colaborador, Yaara Shimshoni, salieron de un entrenamiento de dos días para terapeutas. Asistieron algunas docenas, después de haber viajado a Yale desde todo el país, para aprender a ayudar a los padres a reducir lo que Lebowitz llama “comportamientos complacientes” y lo que el resto de nosotros podríamos llamar “comportamientos típicos de un padre del siglo XXI”.
“Realmente no hay evidencia que demuestre que los padres causan trastornos de ansiedad, en los niños en la gran mayoría de los casos“, dijo Lebowitz. Pero, y esto es un gran pero, hay investigaciones que establecen una correlación entre la ansiedad de los niños y el comportamiento de los padres. SPACE, continuó, se basa en la simple idea de que puedes combatir el trastorno de ansiedad de un niño reduciendo la zona de confort que arman los padres, básicamente, esas cosas que un padre hace para aliviar los sentimientos de ansiedad de un niño. Si un niño tiene miedo a los perros, una forma de bienestar podría resultar caminar al otro lado de la calle para evitar a un animal. Si un niño tiene miedo a la oscuridad, podría estar en dejarlo dormir en la cama de los padres.
Lebowitz tomó prestado el concepto, hace aproximadamente una década, de la literatura sobre cómo el trastorno obsesivo compulsivo (TOC) afecta a los familiares de un paciente y viceversa. (Tal como me dijo, los miembros de la familia terminan viviendo como si ellos también tuvieran Obsessive-Compulsive Disorder -OCD- o Trastorno Obsesivo-Compulsivo -TOC-: “Todos se lavan las manos. Nadie dice esta palabra o esa palabra”.) En los años posteriores, la sobreprotección se ha convertido en un foco de investigación de ansiedad. Ahora sabemos que alrededor del 95% de los padres de niños ansiosos participan de ese comportamiento. También sabemos que los grados más altos de sobreprotección están asociados con síntomas de ansiedad más severos, deterioro más severo y peores resultados del tratamiento. Estos hallazgos tienen implicaciones potenciales incluso para los niños que no están (todavía) clínicamente ansiosos: los esfuerzos cotidianos que hacemos para prevenir la angustia de los niños, minimizando las cosas que los preocupan o los asustan, ayudando con tareas difíciles en lugar de dejarlos luchar, puede no ayudarlos a largo plazo. Cuando mi hija está llorando porque no ha terminado un proyecto escolar que debe entregarse a la mañana siguiente, a veces deja de llorar si lo hago por ella. Pero cuando lo hago, ella no aprende a manejar los nervios de los plazos. Cuando ella me pregunta si alguien en nuestra familia morirá de COVID-19, un inequívoco “No, no te preocupes” puede tranquilizarla ahora, pero una conversación más larga y dura sobre las incertidumbres de la vida podría hacer más para ayudarla en el futuro.
Los padres saben que no están ayudando a sus hijos al acomodar sus miedos; se lo confiesan a Lebowitz. Pero también dicen que no saben cómo detenerse. Temen que la vida cotidiana se vuelva inmanejable.
Aquí hay algunas cosas que, en el transcurso de la capacitación SPACE, escuché sobre los padres que evitan provocar la ansiedad de sus hijos:
- Subir las escaleras para tomar la mochila de un niño antes de la escuela porque el niño tiene miedo de estar solo a cualquier área de la casa y los padres no tienen tiempo para discutirlo.
- Conducir a un niño a la escuela porque el niño tiene miedo del ómnibus escolar, con el resultado de que la madre llega tarde al trabajo todos los días.
- Atar los cordones y volver a colocar los zapatos a un niño hasta que él se sienta bien.
- Pasar 30 minutos al día, en promedio, revisando y volviendo a verificar la tarea de un niño.
- Anunciar la presencia del padre mientras se mueve por la casa, para que un niño sepa en todo momento dónde encontrarlo (“Voy a la cocina, Oliver”).
- Acompañar a un niño de 9 años al baño porque tiene miedo de estar solo.
- Permitir que un niño de 9 años acompañe a un padre al baño porque tiene miedo de estar solo.
- Orinar en un balde -una madre, no un niño-, porque la sala de juegos del sótano no tiene baño y el niño tiene miedo de estar solo.
- Permitir que un niño duerma en la cama de los padres.
- Sentarse o acostarse con un niño mientras se duerme.
- Siempre llevar una bolsa de plástico porque un niño dice temer vomitar.
- Cortar la comida de una niña de 13 años porque ella le tiene miedo a los cuchillos.
- Dejar de recibir visitas porque un niño es intensamente tímido.
- Hablando por un niño cuando debe hacerse un pedido en un restaurante.
- Pedirle al maestro de un niño que no lo llame al frente en clase.
- Instalar la aplicación Find My Friends (Encuentre a Mis Amigos) en el teléfono de un niño para que el niño pueda rastrear el paradero de los padres.
- Preparar diferentes alimentos para un niño porque no comerá lo que todos los demás comen.
- Por pedido de un niño comprar una nueva alarma antirrobo. Comprar un auto nuevo. Contemplar seriamente comprar una casa nueva.
La lista seguía y seguía. Lo más desorientador al respecto no fue su extensión, sino la forma en que fusionó historias que me parecían extrañas pero que resultaron ser comunes, con historias que sonaban familiares pero que, después de una consideración posterior, parecían poco saludables. Muchos de nosotros no pensamos en preparar comidas diferentes para diferentes miembros de la familia. La hora de acostarse se ha convertido en un asunto tan prolongado que los padres ahora pueden estar haciendo el trabajo que alguna vez hizo un animal de peluche.
Apenas reprimí una sonrisa ante la idea de que un niño rastreara a sus padres, en lugar de viceversa, pero en el salón ellos murmuraron conocer el caso. “Eso es común”, dijo un terapeuta. La idea de comprar una casa nueva debe haber hecho que mis cejas se alzaran, porque otra mujer se inclinó y susurró: “Tengo una familia que se mudó porque a la hija no le gustaba la casa donde sus padres quedaban fuera del alcance de su oído”.
En el transcurso de 12 sesiones, SPACE ayuda a los padres a descubrir cómo comenzar a reducir sus adaptaciones, al tiempo que expresa su empatía por el sufrimiento de sus hijos y la confianza en sus capacidades. Si funciona, y generalmente ocurre, pone en marcha un ciclo virtuoso: a medida que cambia el comportamiento de los padres, los niños comenzarán a sobrellevar su situación. A medida que se enfrenten, se sentirán más capaces y sus padres los tratarán como tales, lo que reducirá la sobreprotección. A su vez, mejorará el bienestar de toda la familia.
II El padre ansioso
La mayoría de las críticas a las prácticas de crianza infantil de este siglo han tratado a los padres como actores racionales, por muy extremas que sean algunas de nuestras acciones. Si pasamos el tiempo encima de nuestros hijos, se dice que lo hacemos en reacción a las condiciones circundantes: la cobertura mediática de los secuestros, por ejemplo, o la caída en picada de las tasas de admisión a la universidad. En otras palabras, los padres modernos, o al menos los de clase media alta que pueblan la mayoría de los artículos sobre tendencias parentales, son ampliamente percibidos como demasiado hiperactivos, demasiado competentes, demasiado vigilantes. Y, sin embargo, a pesar de la evidencia de más de una década de que ‘la crianza en helicóptero‘ es contraproducente, los niños de hoy tal vez estén más sobreprotegidos, más recelosos de la edad adulta, más necesitados de terapia.
Lo que plantea una pregunta: si los padres modernos están tan implacablemente por encima de las cosas, ¿por qué no hemos corregido el curso? ¿Podría ser que no estamos para nada al tanto? ¿Podría la vacilante salud mental de nuestros hijos estar menos relacionada con nuestro estilo de conducción dura que con nuestro cansancio, culpa y falta de apoyo? Nos quejamos de que los niños son de piel delgada y susceptibles a la presión de grupo, pero tal vez somos los hipersensibles, a juicio de nuestros compañeros y, especialmente, de nuestros hijos. Y cuanto más tratamos de hacer lo correcto, cuanto más los nutrimos, más rápido respondemos a sus necesidades, más nos atamos.
Recientemente, varios comentaristas de toda la vida en la escena de los padres han comenzado a coincidir. Tomemos la evolución de Madeline Levine, la psicóloga del ‘Área de la Bahía’ cuyo éxito de ventas en 2006, ‘The Price of Privilege’ o ‘El Precio del Privilegio’, (razonablemente) castigó a los padres por imponer sus propias ambiciones a sus hijos. Su nuevo libro, ‘Ready or Not’ (Listo o No), ofrece una versión más oscura pero también más comprensiva de lo que es criar a los niños en un mundo que parece estar descifrándose, y señala “el daño [que] la ansiedad sin control causa a la toma de decisiones de los padres”.
Considere también el libro de 2018 ‘The Self-Driven Child’ (El Niño Autodirigido), de William Stixrud, un neuropsicólogo clínico, y Ned Johnson, quien dirige un exitoso negocio de tutoría en Washington, DC (tan cerca como uno llega a un asiento de primera fila en el circo meritocrático). Ellos argumentan que los padres de hoy privan a los niños de un control significativo sobre sus propias vidas, lo que los pone en mayor riesgo de ansiedad y depresión. Y dedican un capítulo entero a cómo la salud mental de los padres está perjudicando a la de sus hijos. “Los niños no necesitan padres perfectos, pero se benefician enormemente de los padres que pueden servir como una presencia no ansiosa”, escriben.
El libro ha provocado tal conmoción entre los padres que, dos años después de su publicación, Stixrud y Johnson todavía están en el circuito nacional de oradores / conferencistas. En sus cientos de apariciones y miles de conversaciones con los padres, han llegado a la conclusión que la ansiedad de los padres sobre sus hijos es aún mayor de lo que se habían dado cuenta, y más preocupante. Al verlos en un intercambio de preguntas y respuestas con padres de escuelas privadas en diciembre, pude ver por qué. La audiencia vibraba con dudas, haciendo preguntas torpes sobre todo, desde la presión académica hasta el sueño.
Cuando tomé un café con Johnson al día siguiente y luego le envié un correo electrónico, me dijo que, desde que escribió el libro, llegó a la conclusión de que la sobreprotección de los niños por parte de los padres incluye un elemento de autoprotección poco reconocido. Cuando protegemos a los niños de dificultades o desafíos, dice, no solo los estamos protegiendo de la angustia; estamos evitando la angustia que nos causa su angustia. Además, cuando los sistemas escolares y familiares tienen un nivel básico de estrés, cuando los adultos están siempre en alerta máxima, los niños no tienen la oportunidad de recuperarse, por lo que se resisten a asumir los riesgos naturales y saludables que los ayudarán. crecer. “Et voilà” (Y aquí está), dijo, “una generación de niños ansiosos, mirando con temor el mundo que los rodea, que se convierten en adultos ansiosos.“
¿Qué nos pasó a nosotros los adultos que nos convirtieron en ‘los padres del helicóptero’ que somos con demasiada frecuencia?
La ansiedad viaja en familias, en parte porque tiene un componente hereditario: los estudios de gemelos sugieren que alrededor del 30% al 40% del riesgo de una persona de un trastorno de ansiedad es genético (en comparación con el 60% o más para el trastorno bipolar, el autismo y la esquizofrenia). En mayor medida, la ansiedad viaja en las familias porque es contagiosa: de cónyuge a cónyuge, de hijo a padre, y especialmente de padre a hijo. Más de la mitad de los niños que viven con un padre ansioso terminan cumpliendo con los criterios para un trastorno de ansiedad.
Reconocer la relación entre la ansiedad de los padres y el niño sugiere un medio importante de prevención e intervención: dado que la ansiedad es solo parcialmente genética, un cambio en el estilo de crianza puede ayudar a salvar la salud mental de un niño.
En un famoso estudio sobre cómo los cambios en la salud de los padres afectan la salud de un niño, Myrna Weissman, profesora de la Universidad de Columbia, estableció que tratar a una madre deprimida con antidepresivos reduce rápidamente los síntomas depresivos en su hijo; otros investigadores han descubierto que tratar a una madre con psicoterapia (como la TCC) tiene el mismo beneficio indirecto para sus hijos. En 2015, Golda S. Ginsburg, de la Universidad de Connecticut, publicó los resultados del primer estudio estadounidense centrado específicamente en la prevención de trastornos de ansiedad en niños de padres ansiosos. La intervención, que implicó darles a los padres ansiosos y a sus hijos ocho sesiones semanales con un terapeuta que les enseñó sobre la ansiedad, tuvo efectos dramáticos: en un año, solo el 5% de los niños cuyas familias habían recibido la intervención cumplían los criterios para un trastorno de ansiedad, en comparación con el 31% de los niños en un grupo de control.
Otro indicio de cómo la crianza de los hijos puede afectar la ansiedad infantil proviene de la investigación sobre lo que se conoce como inhibición del comportamiento: un temperamento tímido y sensible que se encuentra en aproximadamente el 15% de los niños de 3 años y que constituye uno de los factores de riesgo más fuertes conocidos para el desarrollo de trastornos de ansiedad. Nathan Fox, de la Universidad de Maryland, ha pasado las últimas décadas realizando estudios longitudinales que exploran cómo este temperamento predice experiencias posteriores en la vida. Hace unos 20 años, cuando Fox y su colega Kenneth Rubin analizaron los datos del primero de estos estudios, tratando de descubrir qué diferenciaba a los niños que superaron su inhibición de los que no lo hicieron, se encontraron con una pista inesperada: Aquellos que fueron a la guardería durante sus primeros 2 años tenían muchas más probabilidades de evitar la ansiedad en el futuro que los que se quedaron en casa.
“En un nivel, es intuitivo”, dice Fox. “Los pones en un ambiente con otros niños; están insensibles a la novedad o desconocimiento; pueden interactuar a una edad muy temprana con otros niños “. Fox y Rubin sospecharon que la guardería también les estaba dando a algunos niños con inhibición conductual un descanso muy necesario de sus padres, que probablemente tengan un estilo de crianza ansioso; una vez más, la ansiedad corre en las familias. La guardería no fue el factor clave; la paternidad lo fue. Fox y Rubin encontraron, y otros investigadores han confirmado desde entonces, que el estilo de crianza a los 2 años predice la inhibición continua del comportamiento a los 4 años y, a su vez, el riesgo posterior de problemas psicológicos. Como Rubin me lo dijo: “Los niños que mantienen un comportamiento reticente son los niños cuyos padres los envuelven con burbujas”.