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Cuando no discriminar es discriminar

sábado 09/11/2019

El Centro de Estudios sobre Derecho y Religión (CEDyR), que funciona en la Universidad Adventista del Plata (Entre Ríos, Argentina),…

Discriminación

El Centro de Estudios sobre Derecho y Religión (CEDyR), que funciona en la Universidad Adventista del Plata (Entre Ríos, Argentina), realiza el 8 y 9 de noviembre su III Jornada Universitaria de Libertad Religiosa, cuyo título convocante es “La Primera Libertad”, en memoria de quien fue su titular, Juan Martín Vives, y cuyo libro “Fuente de toda Razón y Justicia” se presentó en la oportunidad.

A propósito, el CEDyR tiene una revista (DER – Derecho Estado & Religión), y de una de sus ediciones se extrajo el siguiente texto de Barry W. Bussey, tan actual hoy día.

“Why Discrimination Is Not Always Wrong” (Por qué la discriminación no siempre está mal), fue publicado el 21/10/2014 por Canadian Council of Christian Charities. Traducido por María Victoria Feito-Torrez, fue incluído en el anuario 2018 de DER.

Barry W. Bussey, abogado PhD por la Universidad de Notre Dame (Sydney, Australia), es Director de Asuntos Legales en el Consejo Canadiense de Caridades Cristianas. Él ha estado involucrado en asuntos de libertad religiosa por más de 26 años, en todos los niveles de la Justicia, hasta la Corte Suprema de Canadá.

Bussey se describe a sí mismo así: “Un abogado que busca comprender el deber de conciencia en un mundo de normas legales que a menudo entran en conflicto con ese deber. Todas las opiniones expresadas por mí son personales.”

“Tal como el fuego”:

Discriminar no siempre está mal. Más bien, la discriminación es como el fuego: en algunos contextos provee de calor y sustenta la vida.

En otros, mata. Decir que todo tipo de discriminación es malo es fracasar en apreciar la diferencia. Nuestras vidas están llenas de actos discriminatorios.

Tal vez la acción discriminatoria más instintiva (o la serie de acciones discriminatorias más instintivas) que cometemos como padres es proveer para las necesidades de nuestros propios hijos, en vez de proveer para las necesidades de niños con los que no guardamos parentesco. Los otros niños pueden tener necesidades iguales o mayores, pero discriminamos abiertamente en favor de nuestros hijos.

Un padre amoroso dará techo y alimento a su hijo antes de siquiera considerar las necesidades del hijo del vecino. De hecho, la ley castiga a los padres que no proveen para sus hijos. Entonces, la familia es la
primera de nuestras instituciones en discriminar abiertamente, y no lo consideramos incorrecto, sino que valoramos que es cumplir con un deber de honor.

Si permitiéramos que un niño ajeno a una familia ganara una demanda, basada en los derechos humanos, en la que requiriera competir en pie de igualdad con los miembros de la unidad familiar, destruiríamos la familia en tanto institución. Los bienes, las propiedades, los lazos sociales y la influencia de la familia se perderían. A fin de existir, la familia debe ser discriminatoria en cuanto a quién tiene permitido recibir los privilegios que ella provee.

Las comunidades religiosas son el segundo tipo de institución al que se le ha dado espacio en nuestra sociedad para discriminar. La posibilidad que las instituciones religiosas tienen de discriminar sobre quién puede convertirse en miembro, a quién contratar, y quién puede recibir servicios religiosos específicos ha sido parte de nuestra tradición legal desde hace ya mucho tiempo.

Los políticos y los filósofos que han debatido las complejidades de nuestras democracias occidentales han reconocido que, a fin de tener una sociedad libre y democrática, cada individuo debe ser libre de congregarse con otros individuos que tengan creencias similares y que persigan metas en común. Se les ha dado a las comunidades religiosas una amplitud especial para establecer instituciones que ejemplifican su misión religiosa.

Canadá, Estados Unidos y Gran Bretaña son algunos de los países que han adoptado este curso familiar. En Canadá se les ha dado a las comunidades religiosas espacio para establecer no solo iglesias, sino también escuelas a niveles primario y secundario, universidades, hospitales y geriátricos, bancos de alimentos y centros de distribución de ropas, estaciones de radio y programas de televisión, agencias internacionales de desarrollo y ayuda, entre otros.

Hay una miríada de esfuerzos patrocinados por varias comunidades religiosas que forman el rico caleidoscopio que es Canadá.

Por todo Canadá, a las iniciativas religiosas (incluidas las organizaciones religiosas de caridad sin fines de lucro, las filantrópicas, educativas, fraternales y sociales) se les han otorgado exenciones de la legislación antidiscriminatoria en distintas medidas. La exención significa que las organizaciones religiosas pueden discriminar en sus operaciones en la medida en que sea necesario para sus fines religiosos.

Por ejemplo, a una iglesia la ley le permite discriminar contra un no creyente (o ateo) que se postula para una posición pastoral, o una escuela religiosa puede restringir el acceso al empleo a docentes que no compartan sus creencias religiosas.

Sin la capacidad de discriminar, estas instituciones religiosas —como la familia— dejarían de funcionar como está previsto.

Si forzamos a las organizaciones religiosas a emplear a personas que no adhieren sobre la base de que “no debe haber discriminación”, entonces debemos estar preparados para que la institución deje de existir. Perderá su valor.

A un empleado o a un voluntario que no adhiere a las enseñanzas y prácticas religiosas le será difícil, si no imposible, apoyar enteramente los propósitos y las metas de la institución. Se producirá una disonancia
entre el empleado o el voluntario y la institución.

El público al que sirve esta institución se dará cuenta rápidamente de esta disonancia y se sentirá desanimado por la falta de congruencia entre los empleados y los principios que debieran sostener. Este no es un asunto menor: llega al núcleo del porqué de la existencia de la institución.

Si forzamos a las organizaciones religiosas a emplear a personas que no adhieren sobre la base de que “no debe haber discriminación”, entonces debemos estar preparados para que la institución deje de existir. Perderá su valor.

Algunos sugieren en respuesta que es “mejor dejar que una institución discriminatoria muera que permitirle seguir adelante”. Sin embargo, esto desatiende el muy buen trabajo que la institución hace.

“Bueno —sugieren otros—, que otra organización llene el vacío”. Tal vez. Pero no hay garantía: puede significar que un público quede desatendido.

Una pregunta común es por qué los grupos religiosos no pueden simplemente llevar adelante sus buenas obras sin sus creencias y prácticas religiosas. “No queremos cuestiones religiosas; solo queremos sus servicios”.

Es importante entender la profunda motivación por la que las comunidades religiosas hacen lo que hacen. En el contexto cristiano, las comunidades religiosas son motivadas por el ejemplo de Cristo.

El mandato de Cristo fue alcanzar el mundo a través de buenas obras, como sanar a los enfermos, atender a los pobres y alimentar a los hambrientos dentro de un marco de compromiso espiritual.

En segundo lugar, las personas religiosas —y por extensión la comunidad religiosa a la cual pertenecen— no fraccionan la vida en religiosa y secular. Más bien, toda la vida emana de las ascuas encendidas de
la convicción religiosa.

En tercer lugar, la belleza de las organizaciones religiosas es que son apoyadas por aquellos que tienen creencias similares. Juntos son más fuertes en la misión de ayudar que si trabajaran individualmente.

La realidad es que este sistema funciona porque hay armonía entre aquellos que sustentan la labor económicamente y aquellos que llevan adelante la misión. La disonancia eliminaría la camaradería y la unidad de propósito.

C. S. Lewis, al hablar con un grupo de jóvenes sacerdotes en 1945, hizo las siguientes observaciones:

“Es su deber fijar en sus mentes las líneas [doctrinarias] con claridad. Y si quieren ir más allá de ellas, deben cambiar de profesión. Este es su deber, no específicamente como cristianos o sacerdotes, sino como hombres honestos.
Aquí existe el peligro de que los sacerdotes desarrollen una conciencia profesional que oscurezca la conciencia moral más rasa. Los hombres que han traspasado estas líneas fronterizas en cualquier dirección propenden a manifestar que han llegado a sus opiniones no ortodoxas honestamente.
Están preparados para sufrir deshonras en defensa de aquellas opiniones y renunciar al progreso profesional. Entonces, llegan a sentirse mártires.
Pero esto sencillamente pierde de vista lo que escandaliza tan gravemente a los laicos: nunca dudamos de que las opiniones no ortodoxas se sostienen honestamente; de lo que nos quejamos es de que continúen con sus ministerios luego de tenerlas.
Siempre supimos que un hombre que se gana la vida como agente asalariado del Partido Conservador puede cambiar sus opiniones honestamente y volverse comunista. Lo que negamos es que pueda continuar siendo un oficial conservador honestamente y recibir dinero de ese partido, en tanto que apoya las políticas de otro.” (1)

Cuando ya no les permitimos a las organizaciones religiosas discriminar quiénes pueden trabajar para ellas, las destruimos de adentro hacia afuera. Para algunos esta puede ser la meta.

Sin embargo, el servicio a nuestra sociedad es mejor cuando permitimos que la diversidad de los grupos florezca en la forma en que mi amigo Iain Benson llama “diversidad asociativa”: una “diversidad profunda”. (2) “Discriminación” no es una mala palabra; como el fuego, depende del contexto.


  1. Lewis, C. S. “Christian Apologetics” (An address to the Church of England Carmarthen Conference for Youth Leaders and Junior Clergy, Easter 1945), 64-76.
  2. Iain T. Benson, “An Associational Framework for the Reconciliation of Competing Rights Claims Involving the Freedom of Religion” (tesis doctoral, University of the Witwatersrand, September 12, 2013).

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